De un tiempo a esta parte, uno pone la tele o las cibernoticias y solo encuentra muerte, muerte y más muerte. La absurda guerra de el Cáucaso, los muertos de siempre en Irak, los de siempre también sobre el asfalto, los menos habituales del accidente aéreo de Barajas y anoche de postre ocho desaparecidos en una avalancha en el Mont Blanc.
Como a todos, supongo, este tema es un tema que me ha hecho pensar mucho, e incluso me ha obsesionado en determinados momentos. Es raro entender el sentido de este pequeño milagro que llamamos vida. Pasamos por aquí un periodo breve de tiempo, desaparecemos en el momento más inesperado, vivimos un tiempo en la memoria de los que nos conocieron y desaparecemos en las sombras del tiempo como si nunca hubiésemos estado aquí.
Todo esto viene por la conmoción que genera ver una tragedia tan grande, tan cercana y sobre todo tan mediática como la que nos han servido y continuan sirviendo los noticieros estos dias. Seguramente en el mundo se vivan diariamente desastres de mayor envergadura, pero los vemos como una película, pues suceden allá lejos, en paises con señores con barba, chilabas y turbantes. Pero cuando sucede de repente, en la puerta de casa y en un elemento propio de nuestra vida cotidiana, entonces nos golpea, porque pensamos, joder, yo ha viajado en ese trayecto de avión a canarias, o en ese metro de valencia, o en ese cercanías de Madrid. Entonces la muerte se nos muestra a lo grande y nos hace plantearnos que sentido tiene este juego de vivir, que frágiles somos, que un día nos subimos a un avión para volver a casa o ir en busca de sueños y por una casualidad desaparecemos y ya no somos más que un montón de recuerdos en la memoria de quienes nos conocieron.
La guadaña de la pálida dama, como la llama Sabina, constantemente pasa a nuestro lado. Raro es el momento en el que no piense en ella aunque sea un momento cuando viajo en coche o en moto por esas carreteras llenas de locos, cuando camino por la cresta de una montaña con un abismo a cada lado, cuando subo a un avión rumbo a un destino lleno de ilusiones y ganas de conocer el mundo o cuando veo un reportaje sobre las enfermedades que arrasan la humanidad. En esos momentos muchas veces te preguntas si vale la pena correr determinados riesgos para hacer cosas que tienen en apariencia poco sentido, como escalar una montaña o ir en moto a dar un paseo por una carretera secundaria, donde un pequeño imprevisto o una desafortunada casualidad pueden resultar trágicas. Pero resulta que esas cosas son las que sí dan sentido a la vida, las que la endulzan y por las que vale la pena levantarse cuando estás en la cama, sin ganas de hacerlo deseando que la existencia solo sea una especie de película que no va contigo.
Con el paso de los años la idea que tenemos del final de nuestras vidas va evolucionando. Primero lo temes y no lo entiendes. De más mayor, a causa de convivir con ella, sigues sin entenderla pero la asimilas con naturalidad, como parte de nuestra naturaleza y cuando se la mire desde la vejez y desde la proximidad, supongo que se la verá con otra cara. Cuando ahora se me pasa por la cabeza la idea de que somos muy frágiles y que podemos desaparecer en cualquier momento y cuando encima nos lo recuerdan hasta la saciedad en los canales de televisión, más que el miedo a lo desconocido, persiste sobre todo el miedo al dolor y al sufrimiento, pero sobre todo el dolor que dejarías atrás en el caso de irte. Pero aunque a veces no le encuentre sentido a este juego, ni en ocasiones me apetezca seguir jugando, la vida te da mil regalos, mil momentos magníficos, que hacen que si valga la pena salir de la burbuja y enfrentarse a los peligros y riesgos del mundo. Tragedias como la del avión me hacer pensar que debemos disfrutar al máximo de nuestro paso por la existencia y sobre todo disfrutar de aquellos a quienes queremos mientras sigan a nuestro lado.
lunes, 25 de agosto de 2008
SOBRE EL FINAL
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